José Iturbi nació en Valencia, España, hijo de Ricardo Iturbi y Teresa Báguena. Ricardo
tenía dos trabajos: durante el día cobrador de la compañía francesa Gas Lebon y por la
tarde afinaba pianos a domicilio. Su esposa Teresa era una buena aficionada a la ópera.
Precisamente, en la noche del 28 de noviembre de 1895, había ido a la representación de
Carmen, y fue allí donde rompió aguas. Con mucha dificultad, la llevaron a su casa con
el tiempo justo para la llegada de José. Era el tercero de los cuatro hijos de los Iturbi; su
hermana Amparo nacería en 1898.
A los tres años, José descubrió el piano y pronto empezó a toquetear pequeñas
melodías. Ricardo animó el interés de su hijo. Cuando José cumplió cinco años, empezó
a tomar clases con María Jordán, una profesora de piano de su mismo barrio. No pasó
mucho tiempo hasta que María se diera cuenta de que tenía entre manos a un niño muy
especial: en una ocasión, José se opuso a tocar un pasaje de una sonata de Mozart tal
como estaba escrita, para interpretar su propia versión. Intrigada, la profesora escribió al
museo donde se guardaba el manuscrito original encontrando que el niño había tocado
aquel pasaje como el propio Mozart lo había escrito.
Ya con siete años, José se convirtió en el principal soporte económico de la familia,
tocando entre 12 y 14 horas al día en la primera sala de cine mudo de la ciudad, Cinema
Turia. Más tarde, sus ingresos aumentarían con las lecciones de piano que daba a
jóvenes que, muchas veces le doblaban la edad y más mayores aún.
Su hermana Amparo compartía su amor por la música y acostumbra a cantar
acompañada por él al piano. Sin embargo, pronto abandonó la idea de convertirse en
una cantante de ópera a medida que la fiebre del piano aumentaba (José, años después,
bromearía diciendo que había sido mejor para el mundo que se dedicara al piano que al
canto). José fue su primer maestro de piano. Ella diría años más tarde “yo lo observaba
y repetía todo lo que él hacia.”
José terminó sus estudios en el Conservatorio de Valencia a la edad de 14 años y,
aunque por poco tiempo, marcho a Barcelona para continuar sus estudios musicales.
Después de estar tres meses estudiando con Joaquin Malats, tuvo que regresar a
Valencia y ponerse a trabajar.
El principal protector de Iturbi fue el professor Eduardo López Chavarri Marco, quien
enseñaba en el Conservatorio de Valencia. Era también periodista, pianista, compositor
y crítico en el diario Las Provincias. Fue él quien avaló al joven José para obtener
una beca de la Diputación Provincial de Valencia, lo cual le permitió seguir estudios
en el prestigioso Conservatorio de Música de París. únicamente dos estudiantes
extranjeros eran aceptados en el centro cada año. En 1911, Iturbi fue uno de ellos. Su
padre le acompañó a la capital francesa, donde se instalaron en una pensión cerca del
Conservatorio hasta que José encontró un trabajo como pianista en un café para poder
mantenerse.
Ingresó en la clase de Victor Staub en el Conservatorio - y además, tomó clases con la
gran clavecinista y pianista polaca Wanda Lansdowska. Landowska tenía una técnica
muy particular que consistía en utilizar cada falange de cada dedo individualmente para
conseguir así diferentes matices de sonido. Iturbi aprendió esa técnica y la acopló a sus
propias necesidades. Y obtuvo su recompensa: se graduó con los más altos honores en
1913 a los 17 años.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, Iturbi volvió a España, pero después de las luces
y colores de París, Valencia resultó aburrida. Allí volvió a dar clases de piano. Una
de sus alumnas fue María Giner, hermosa muchacha que prometía como estudiante de
piano pero pasó poco tiempo hasta que ambos quedaran prendados uno del otro. Se
casaron en 1916.
Iturbi viajó a Suuiza con su esposa y en 1917 nacería su primera y única hija. En Zurich,
una persona influyente del Conservatorio de Ginebra lo escuchó tocar en un café y le
ofreció trabajo, nada menos que la cátedra de Virtuosismo de Piano que años antes
había ocupado Franz Liszt. Siendo como era un maestro estricto y con gran sentido
crítico, sus alumnos le apodaron “el inquisidor español”.
Después de cuatro años enseñando en ese centro y dando conciertos paralelamente, su
calendario se convirtió tan exigente que era imposible atender puntualmente las clases.
María y él tomaron una importante decisión: se trasladarían a París donde alquilarían un
apartamento frente al Sena y desde allí iniciaría sus giras por Europa y América del Sur.
Pero María moriría inesperadamente en 1928.
Durante la vida de Iturbi, triunfo y tragedia estuvieron estrechamente unidas. Al año
siguiente, en un intento de escapar de sus tristes recuerdos, viajó por primera vez a los
Estados Unidos. Llegó a Nueva York en octubre de 1929, al mismo tiempo que ocurría
el desastre financiero de la Bolsa de Wall Street. El 11 de octubre de 1928 debutaba
en Filadelfia bajo la batuta de Leopold Stokowski consiguiendo “una tormenta de
aplausos”. El Esquire Magazine publicó:
“…Antes de tocar las primeras notas, los músicos de la orquesta murmuraban entre
ellos y el público observaba un silencio sepulcral. Cuando terminó, el estallido
ensordecedor le aseguró que había recorrido paralelamente al corcel Pegaso.”
Olin Downes, durante muchos años principal crítico musical del New York Times,
escribió del debut de Iturbi:
“… En la luz de un único recital, Iturbi aparece como
única y significativa figura entre los virtuosos que nos visitan estas costas en la
presente temporada.”
Un crítico de otro diario comentaba sus “pianissimo como de pluma….como una nube
de humo que rozara las teclas” y todos coincidieron en que su gusto era infalible, su
estilo dinámico y libre de romanticismos sin sentido.
Once días después llegó su debut en el Carnegie Hall de Nueva York. Las noticias de la
mañana siguiente publicaron “Gritos de Bravo interrumpieron a Iturbi – Avalancha de
aplausos retrasaron el recital del pianista español…No hay ninguna tipo de la música
fuera de su conocimiento.
Iturbi abandonó los Estados Unidos para volver a París el 30 de enero de 1930. La
revista Esquire publicó que el crítico del New York Herald-Tribune le despidió con “el
más emocionante elogio que cualquier artista haya conocido. No existía una voz más
entusiasta entre el grupo de árbitros musicales. Ni siquiera Horowitz había suscitado tan
inmediato y universal respeto”. |